Un chico nos explica de manera coloquial, con textos frescos, ágiles y dinámicos, como recortes de una carta personal escrita a máquina, la historia de cuando encontró una cosa perdida extrañísima, medio cangrejo y medio estufa, de color rojo llamativo, de dimensiones gigantescas, que paradójicamente sólo le llamaba la atención a él.

Mientras vamos leyendo los recortes de la carta que nos envía el chico, los lectores vamos viendo las viñetas que ilustran cómo vivieron el tiempo que estuvieron juntos en una ciudad industrial, repleta de grises y de cielos cubiertos.

Por mucho que el chico pide consejo y pregunta a los otros, nadie se preocupa ni muestra interés en ayudarle a encontrar el lugar de la cosa perdida o, al menos, un buen lugar para la cosa perdida. En pleno proceso de trámite administrativo burocrático, un ser extraño habla con el chico y le ofrece una tarjeta con un símbolo dibujado que lo llevará a un lugar abierto donde vemos que conviven miles de cosas perdidas extrañísimas pero que parecen felices allí.

Con la misma naturalidad con que se encontraron, los personajes principales se despiden. El chico nos cuenta que cada vez ve menos cosas extrañas, porque está demasiado ocupado con otras cosas.

La cosa perduda tiene tantas lecturas como interpretaciones queráis darle los lectores. Cuanto más queráis profundizar, más significados encontraréis.

Podéis leerla como historieta humorística surrealista, pero aparecen constantes que Shaun Tan ha tratado en otros libros desde otras perspectivas menos banales, como el sentimiento de pertenencia y el hecho de sentirse desubicado, extraño y ajeno en un entorno concreto. Y como constante en el tratamiento del tema, está también la esperanza de encontrar un buen lugar de acogida. En La cosa perduda, además, se critica la burocracia sobredimensionada que entorpece la relación natural entre individuos y entre la sociedad y el entorno. Y también hay una crítica al individualismo y la indiferencia en la sociedad industrial.